Paty

Nunca me ha caído bien: Paty. Paty, como el nombre del local. Pero empecé a ir y es cómodo: siempre ha estado cerca de mi casa y ya me conoce; también es rápida y mejor que otras. Pero ella y el lugar son francamente desagradables: las ridículas puertitas de madera de los cubículos, las burlas cuando te da pena desvestirte, las órdenes que grita mientras está contigo, la manera de no dejar que le digas qué hacer, el misterioso cambio de productos, el regaño cuando dices que te duele. Como si al final de todo no fuera tu piel.

­­­Tampoco es especialmente barata, y se queja porque no voy cada seis semanas sino cada tres o cuatro meses. Antes, cuando me preguntaba qué me hacía, le contestaba: pinzas, banditas frías; luego aprendí a quedarme callada. Sí, ¿verdad?, hace mucho que no vengo, pero ya empieza el calor, ya me voy de vacaciones, ya me tocaba. No me tiene que reclamar: en cuanto suelto un gemido de dolor me dice sonriendo que es porque me tardé en ir.

 

La primera vez fue para una fiesta de gala porque mi escuela cumplía cincuenta años, para un vestido rosa que no volví a usar. Era de tirantes y una espalda cruzada. No me gusta el rosa y no me encantó el vestido, pero recuerdo la tienda y los probadores, y a mi prima que estaba de visita. Nos acompañó de compras, opinó, señaló qué había que ajustar dónde. No volví a usar el vestido, pero me puse triste cuando lo encontré hace dos meses. Me acordé de la cena, del vino con el que todos se emborracharon pero que resultó no tener alcohol, del salón de fiestas y de los maestros. Me acordé de tener trece años: de cómo fue a esa fiesta cada una de mis amigas y la niña popular dos generaciones más grande que llevó una minifalda, de tomarle fotos a todos  los niños de traje para atrapar a los que me gustaban; recordando esa adolescencia solitaria que viví enamorada de amigos de internet (Matt en Londres, Kelly con nombre de niña en Ohio), la regla que no le confesé a nadie, las cosas que compraba sola y a escondidas en el supermercado: desodorante, toallas, rastrillos. Luego puse mi vestido en la bolsa de ropa para regalar, y me sentí triste y feliz al mismo tiempo, y culpable por sólo haber usado ese vestido una vez antes de regalarlo.

 

Antes de ir con Paty para esa fiesta probé de todo: acondicionador de pelo y el rastrillo de mi papá, luego los míos desechables de dos, tres, cuatro hojas, y espuma de la misma  marca en un bote morado; la crema de tapa naranja que me quemó la piel, la maquinita de mi mamá en su estuche amarillo. Todavía, ocho años después, cada cierto tiempo me acerco una piedra pómez para ver si pasa algo. Me persiguen los cuentos de mujeres que toda la vida se han tallado las piernas y quedan lampiñas para siempre: la idea de no tener que volver con Paty deja en mi piel marcas dolorosas como las quemaduras de los químicos que se quedaron un minuto de más.

Y no sólo las piernas: las axilas siempre han sido problemáticas, pero no encuentro ninguna solución completamente tersificante, así que voy con Paty. Ahora, cada mes, saco de abajo de mi lavabo un calentador a baño maría y cera de abeja y levanto los brazos de a uno. Nunca quedo bien pero jamás he quedado bien: yo me dejo rozaduras y quemaduras pero Paty me hace sangrar, y aunque a veces toma varios minutos armarse de valor antes de jalar la cera por lo menos es más fácil que encontrar una hora de mi vida entre semana y de nueve a cinco.

Paty no es amable; yo desde hace mucho tiempo aprendí que prefiero no platicar. Llevo un libro como cuando me sacan sangre o voy a la peluquería. No puede ser de cuentos cortos, ni poemas, ni estar sin empezar: necesito una historia para distraerme. Cuando hablamos las preguntas siempre son incómodas y uso las albercas, el mar, y trajes de baño para disfrazar las manos y las bocas para las que me estoy preparando. Dos días antes de ese primer viaje, las manos de Paty y la cera caliente trazaron mis muslos y mi abdomen sin sentir el miedo y la expectativa que había adentro de esa piel sin estrenar, cuando antes de ir a Aguascalientes sabía que me esperaba alguien que me iba a ver desnuda por primera vez, uno de mis tantos amores cibernéticos pero el primero en concretarse.

 

Y ahora, como siempre, estoy aquí. Desvestida, leyendo. Esperando a que se caliente la cera e intentando no pensar en los muslos ni el “bikini”, que son lo que más duele. Paty le cobra a otra clienta, me pregunta qué me voy a hacer. Para distraerme pienso en esa isla lejana, en las doce horas de avión, en los brazos que no conozco pero que siento desvestirme, quitarme la ropa y acariciar las piernas por donde pasa la cera caliente, de las que yo me olvido para olvidarme del dolor antes de que Paty empiece a arrancar las tiritas.

Son cuatro años después de Aguascalientes, otro viaje, otra persona. Ahora es Matt, el que conocí en un foro a los trece años cuando él tenía diecisiete, mi amigo inglés que nunca se dio cuenta que estaba enamoradísima de él, que nunca supo que yo llegaba corriendo de la escuela y no comía por platicar con él por msn unos minutos antes de que se fuera por el cambio de horario. Matt, que cada vez que tenía una novia yo me ponía celosa y un día desapareció, y al que luego encontré en Facebook. Matt, que ahora que tengo veinte años me estuvo coqueteando año y medio hasta que decidí gastar mis ahorros en un viaje a Londres para verlo, por fin, después de ocho años de que no supiera cuánto me gustaba. Matt, que me va a ver allá en el primer viaje que hago sola: sin alguien que me acompañe en el avión, sin comité de bienvenida en el aeropuerto, sin lugar para quedarme.

Paty regresa de la caja, me vuelve a preguntar qué me voy a hacer, me quema con la cera aunque le diga que está muy caliente. Yo regreso a mi novela. Matt, del otro lado del Atlántico, decide borrarme de Facebook y no contestar ni un correo más, para siempre.