#MeToo en tres (¿o cuatro?) partes: 2

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Pocas cosas me han ilusionado tanto como la Fundación para las Letras Mexicanas.

La Fundación es un espacio que da becas a unos 20 jóvenes mexicanos, de entre 20 y 30 años, y te dan una especie de salario bastante decente para que tu único trabajo sea escribir.

Como nos dijo el tutor de narrativa a los seis becarios (cuatro nuevos, dos renovados) en nuestra primera sesión del año, la beca no era un premio a lo que ya habíamos escrito sino un reconocimiento a lo que podíamos lograr. Nunca me he sentido tan valorada. En México, las instituciones como la FLM y el Fonca son maneras de legitimarse, de volverse “una escritora de verdad”.

Y aunque ese año tenía todo para ser absolutamente feliz, sufrí bastante. Y lo más raro de todo: no escribí nada, o nada de valor. Cambié de proyecto tres veces y le dediqué más tiempo a escribir artículos macheteados de una enciclopedia (misma que dirigía otro machito, Jorge Mendoza, al que le encantaba insinuar que de él dependía que renováramos).

En la Fundación hay jerarquías: no basta con ser becario, el chiste es que te renueven. Y claro que otro año de que tu trabajo sea escribir es un sueño hecho realidad, pero sobre todo está la legitimización, porque cuando uno entra a la Fundación deja de impactar estar en la Fundación. No eres de los buenos si no te renuevan.

Pero la Fundación también es un microcosmos del mundo de las letras mexicanas (“el mundillo”, como dicen algunos, o “el fundillo” como dicen los que se creen más listos), que, como todo en México, se rige por compadrazgos y cacicazgos. No basta con ser buen escritor: por más anónimos que sean los concursos, casualmente siempre ganan los mismos. Hay que caer bien, hacer la barba, intercambiar favores. En la Fundación hay que tener mucho cuidado, sonreírles a todos.

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Le debo a mis queridos compañeros de la secundaria el superpoder de no darme cuenta de la misoginia. Después de tanto rencor hacia mí, empecé a ir por la vida pensando que le caigo mal a la gente, sin más. No fue sino hasta la carrera que una amiga me dijo “¿No te das cuenta que a estos dos les caga que seas mujer y más lista que ellos?”

En la primera tutoría Bernardo Ruíz me preguntó por mis gustos literarios, y yo le dije que me gustaban los escritores africanos. Mientras yo me ponía a recitar los nombres de Chimamanda Ngozi Adichie, Chinua Achebe, Ben Okri, y Ngugi Wa Thiong’o, él me empezó a regañar por no conocer a H. Rider Haggard (colonizador blanco que escribió historias de aventuras, frente a mis ejemplos de voces postcoloniales, auténticas, relevantes). Me dejó de tarea leer She, me tomó examen, y tras decir yo dos oraciones me dijo que me callara, que no sabía explicar. Cuando dije que quería escribir una novela sobre la ciudad se puso a explicarme quién es James Joyce aunque yo le dije, inmediatamente, que me había inspirado en Ulises.

Y así empezó mi beca. Al principio yo, ingenua y desensibilizada, creí que a todos los trataba igual. Luego me di cuenta que no, sólo a mí. Y después de hablar con varias ex-becarias, me puse a revisar las listas de todos los años: narrativa, donde Bernardo era tutor, era el área con menos mujeres. Mientras en ensayo, poesía y dramaturgia había generaciones con cinco o seis mujeres, en narrativa nunca había más de dos, y durante toda la tutela de Bernardo sólo renovaron a una.

Una vez, frente a todos los becarios, dijo que a las mujeres había que pegarles todos los días. Yo me reí, incómoda. Después, cuando otra becaria señaló el comentario, me di cuenta que, ante el machismo de Bernardo, yo ya estaba vacunada y me parecía normal.

Después de esa conversación empecé a notar cosas. Volvió a repetir el comentario, semanas después, en una tutoría. Cuando un amigo, hombre, llevó el capítulo donde una adolescente tiene su primera regla, yo le quise decir que todo lo que había escrito parecía salido de un comercial de Always, que así no eran las cosas. Bernardo me calló, diciendo que a nadie le interesaba el tema. Más de una vez surgió la discusión de cómo las mujeres exageraban el miedo a que las violen (dos horas más tarde, por supuesto, uno de esos compañeros me acompañaba al metro para que no fuera sola).

Y después de cada sesión, de cada estocadita de Bernardo, siempre había algún compañero que se me acercaba en solidaridad para criticar lo sucedido. Lo que hasta ahora me doy cuenta es que nadie me defendió frente a él.

El peor insulto, o el que más recuerdo, fue la vez que un texto tenía un albur que no funcionaba y yo alcé la voz para desentramarlo.  Bernardo me interrumpió: “Ay, tú que vas a entender si no tienes pito”.

 

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Si no es casualidad que en las becas, los premios, y las publicaciones siempre estén los mismos, tampoco es casualidad que los espacios como el de la literatura en México den pie a tantos abusos sexuales. Las escritoras, igual que Gwyneth Paltrow ante Harvey Weinstein, sabemos que denunciar cualquier tipo de abuso pone en riesgo nuestras carreras.  

Bernardo Ruíz, que a la fecha sigue siendo Director de Publicaciones y Promoción Editorial en la UAM, solía decir “Cuando termine tu beca, si no consigues trabajo, vente a trabajar de editor” y “Ese libro ya terminado te lo podemos publicar”. Un día casualmente dijo “Estamos pensando en armar un libro de traducciones de E. E. Cummings, pero no tenemos traductor”. No me di cuenta que no fue mera casualidad hasta que otra persona me dijo “Desde que leyó tu solicitud Bernardo estaba interesado en tus traducciones de Cummings”.

Y, si mientras escribo me dan ganas de señalar la complicidad de mis compañeros, tampoco los culpo: ahora, seis años después, es fácil olvidarme que yo también tenía miedo a caerle mal a Bernardo, miedo a las consecuencias de quedar mal con la Fundación. A mí, en lo particular, la jugosa promesa de las traducciones me tuvo calladita hasta que me di cuenta que todo había sido una farsa.

Cuando decidí que no iba a pedir la renovación empecé a respirar más tranquila: por fin tuve el valor de hablar con el director de la Fundación, Eduardo Langagne, y hablar de mi experiencia con Bernardo. El chisme es que Bernardo era muy amigo de uno de los mandamases de la Fundación, y que por eso no lo habían corrido. No fui la única. No pasó nada.

* * *

Quizá es momento de aclarar: por tonta, me he ilusionado con distintos escritores. Por supuesto que me han roto el corazón, pero sé que el #MeToo no es un espacio para despechos, pero tampoco es un lugar exclusivo para hablar de violaciones. Es un espacio para denunciar el machismo institucionalizado, los abusos de poder hacia las mujeres por ser mujeres.

No escribo este texto sin miedo. Quién sabe qué puentes acabo de quemar. He acusado a la Fundación de normalizar, institucionalizar, y legitimizar la misoginia. Veo ahora, con gusto, que Bernardo ya no trabaja ahí, pero no sé por qué sucedió. De todos modos nunca hubo un pronunciamiento oficial por parte de ellos.

Y aunque mantengo (o mantuve, quién sabe) una relación amistosa con algunos miembros, no sé cómo va a acabar esto. Me tardé seis años en denunciar a Bernardo por miedo a terminar en alguna lista negra. Por miedo a que, por ser enemiga de algún amigo, me haya echado a quién sabe qué cacique en contra. Veo que soy la única que lo ha denunciado con nombre y seña, y no las culpo.

Pero llevo cinco horas temblando mientras escribo estos posts. Y por fin, mientras escribo esta última línea, me doy cuenta que dejé de temblar. Basta al miedo a los abusadores, y basta al miedo a las instituciones.