Mangos

Frente al lecho del emperador Shah Jahan, que dormía en lo más alto de su palacio, bajo un techo de piedra ricamente tallada pero sin paredes, con una cuadrícula en el suelo por donde hacían pasar un riachuelito de agua fresca y desde donde se ve el Taj Mahal que el emperador le mandó construir a su esposa, con sus idílicos jardines frente al río Yamuna; al observar la estructura que se cubría con cortinas de gasa de seda, por donde pasaba una dulce brisa de azahar y rosas mientras varios sirvientes abanicaban al emperador, no puedo más que agradecerle al destino haber nacido en la era del aire acondicionado. ¿Cuánto habría pagado este emperador, que mandó a construir un laberinto de espejos para poder tener luz sin que entrara calor, por un refresco con hielo? Hay lujos que damos por sentado. Los mangos son uno de ellos.

Ahora, con nuestros inmensos barcos mercantes que trasladan frutas en contenedores diseñados para frenar su ritmo de maduración, nos parece perfectamente normal encontrar en todo momento cualquier fruta, sin importar lo incongruente que sea ver una junto a la otra, como los tropicales plátanos y las manzanas templadas. Cuando antes lo raro era encontrar una fruta, ahora lo raro es no encontrarla: son verdaderamente pocas las que sólo nos llegan por temporadas. Los duraznos y las cerezas son algunas de ellas. También los mangos. Con sus condiciones delicadas de cultivo, con su piel propensa a magullarse, con su sabor que se resiste a la maduración por etileno, estas frutas son escasas: manjares de un tiempo y un lugar, frutas no-globalizables, lujos locales.

Mi abuela nació en un viñedo en Mendoza, en la frontera de Argentina con Chile, donde su abuelo vivía de hacer vino, y vivió toda su infancia comiendo las uvas y los duraznos multiformes y los damascos y las cerezas de la cosecha. A mi abuela, que no le daba particular placer la comida, la enloquecían las frutas. Sus cuentos de aventuras invariablemente las incluían. En la Argentina no hay mangos, y supongo que ella no los conoció hasta que llegó a México. A punto de cumplir dos años de haberse mudado, mi abuela fue como parte de una embajada cultural a viajar por el mundo. No lo supe hasta mucho después, pero compraron una “vuelta al mundo”: con un solo boleto se pueden tomar todos los aviones que uno quiera, pero sólo se puede avanzar en un sentido. Volaron así a Japón, luego a las Filipinas, Indonesia, Tailandia, y por fin a la India, donde los atendió el entonces embajador Octavio Paz y vieron a Lord Mountbatten y a Jawaharlal Nehru en un desfile (la última celebración del Día de la República en la que estuvo Nehru, que moriría ese mismo año). De la India fueron a Egipto, y después a París. Mi abuela siempre amó París).

Volvió de ese viaje con unos simpáticos sombreritos de Indonesia que luego llevó a Acapulco y un robot japonés (el icónico “Smoking Robot”, que por medio de pilas mi papá hacía avanzar sobre sus pobres soldaditos). También volvió con una historia que nos marcaría para siempre: la de los mangos de manila.

 

¿De quién son los mangos? La fruta se domesticó en algún lugar del sureste asiático, pero se propagó tan pronto por toda la región a causa de ese comercio marítimo que también propagaba pimienta y nuez moscada que es imposible rastrear su origen. El mango se aclimató en todos lados y hoy en día articula la identidad de viarias naciones (incluyendo la mexicana, a donde llegó a través del Galeón de Manila). Es la fruta nacional de las Filipinas y de Paquistán y aparece en la cocina de Vietnam y Tailandia, y es uno de los principales productos de exportación de Cambodia y Perú. Es imposible hacer una lista de todos los países para los cuales el mango es importante, pues sería una lista de países donde alguna vez se cultivó. Fue la fruta favorita de muchos gobernantes, entre ellos Shah Jahan.

Por más importantes que los mangos sean para cada cultura, no me puedo imaginar que en algún lado dominen tanto la imaginación como en la India, donde tienen más de 1,500 variedades. Los hay rojos, verdes, morados, azules; grandes, chiquitos, y grandísimos, alargados con forma de mango y redondos como pelotas. Los comen verdes y maduros y como frutas y encurtidos. El nombre, “mango”, viene del tamil, y el patrón que en México conocemos como “paliacate” (palabra que a su vez viene del nombre del puerto Pulicat también en el sur de la India) son mangos estilizados.

 

Agra, que ahora no es más que una parada obligada en el circuito turístico del que visita la India, tiene otros monumentos importantes además del Taj Mahal: la tumba de Akbar, una tumba también en refulgente mármol blanco a mucha menor escala, una gran mezquita imperial, y un fuerte monumental. Cuando llegaron los Mogoles decidieron establecerse en el norte del país, y fundaron su majestuosa capital en Agra. No sé por qué el gobierno de la India decidió establecer su Instituto Central de Hindi en Agra. Pero ahí terminé yo, compartiendo el cuarto nueve meses con una mujer Hare Krishna de Azerbaiyán que se robó mi osito de peluche cuando me fui al Sur a buscar el zoológico de Yann Martel y la mezquita de Salman Rushdie y el bailarín kathakali de Arundhati Roy. No pedí esa beca porque me interesara aprender hindi, sino porque ese anuncio recortado en una edición dominical del periódico me prometía cumplir mi sueño de vivir en la India. Mi aventura empezó con una entrevista en la embajada, con un formal saludo al embajador en turno, con una llegada al aeropuerto de Delhi a medianoche. El Taj Mahal, cual castillo de Kafka, era una mole de piedra roja, inmensa, que veía de vez en cuando si, por algún motivo extraño, iba a esa parte de la ciudad. Sacaba la cabeza fuera del toldo del rickshaw, entrecerraba los ojos, estiraba el cuello, y no veía ni la aguja un domo acebollado asomarse detrás de los muros que esconden al Taj Mahal y sus jardines. Mi escuela estaba lejos, y también lejos estaba cualquier necesidad cotidiana. Esa zona, con sus hoteles de lujo y sus tiendas de mármol, sólo servía para ir al cine o al McDonald’s de vez en cuando, o a alguna de las estaciones de tren que los ingleses fundaron al servicio de su base militar.

Mi papá, lector adolescente de Emilio Salgari, me imaginaba rodeada de asesinos de la diosa Kali o tigres que saltan cinco metros de altura con una presa en las fauces. Mi abuela, recordando su viaje cincuenta años antes, me previno de mostrar las piernas y me recordó la pobreza absoluta que vio junto al Taj Mahal cuando le regaló una naranja a una señora que repartió cada gajo a un hijo y terminó por comerse la cáscara. Un amigo médico me horrorizó con cuentos de malaria. David Davidar, en su épica familiar, me había embelesado con mangos azules. Llegué a la India cargando mis ficciones, y las ficciones ajenas. Llegué esperando mangos y mosquitos.

Una vez, vi a una vaca meter la cabeza por la ventana de un tren mientras la gente le daba de comer. Una noche cayó una niebla tan pesada que no se podía ver en dónde pisar. Un día un chango le robó una sandía completa a la compañera china mientras dos guardias no hacían más que alentarla a que corriera. Una vez salí a la calle y había elefantes. Y, de todos modos, lo más maravilloso que encontré en la India, el realismo más mágico, lo más salido de una novela de Rushdie, es que en todo momento la gente sabe cuánto tiempo falta para el final de abril: todo el país está en ascuas esperando la temporada de mangos.

 

Con precisión estratega planeé nuestro viaje para marzo: mi abuela se había dejado convencer de que la llevara a la India 52 años después de su mítica visita. Calculé nuestros treinta días de viaje para estar unos días en abril: soportaríamos el calor con tal de que nos tocaran, por lo menos, los primeros días de mangos. Se terminaba marzo y los mangos no llegaban, ni siquiera los que venden todavía verdes desplegados en una pequeña montañita en la calle. Por fin, cuando sólo nos quedaban tres días, logramos encontrar una caja: entre las virutas de papel trillado, como si fueran tesoros de mármol o de marfil, se descubrían seis mangos Alfonso. Veo a mi abuela en camisón y con sus ojitos chiquitos de recién despertada, con su despeinado de pajarito, comiendo un mango detrás de otro parada frente a la tarja de la cocina para irse lavando los dedos enchastrados.

Mi abuela siempre contaba que en Manila fue a un mercado: el mango que aquí llamamos “de Manila” allá lo llamaban, según ella, “mexicano”. Cuando le avisé emocionada que mi siguiente congreso internacional sería en las Filipinas, ella me miró con lástima, recordando que el embajador que conoció en Manila se hacía el enfermo para no tener que comer comida tagala. Pero cuando me tocó ir al congreso ya no estaba ella del otro lado del teléfono para escuchar mis quejas ante la pasta con salsa de jitomate y azúcar, ni mi descubrimiento de que para el desayuno servían algo llamado champurrado. Paseándome sola por Manila, de noche, encontré un carrito con frutas. Y en honor a mi abuela regresé al hotel con una bolsa azul llena de mangos (“un toco así”, hubiera dicho ella).

 

He vuelto de un viaje largo: tres semanas en Mérida, en el sureste del país. En el mercado descubrí unos mangos chiquitos con la piel rosa: me dijeron que se llaman “mantequilla”, o “manguillo”, o “manililla”. Compré uno porque me gustó el color, y cuando lo probé casi lloro: es el mejor mango que jamás he comido. Me gustó tanto que le escribí a una amiga de la India para informarle del suceso. Se lo dije a quien me dejara decirlo. Chupé la cáscara y el hueso y quedé toda pegajosa.

Y ahora aquí los tengo: dos kilos de mangos que compré verdes el día antes de venir, verdes para que aguantaran el viaje, que protegí con mi computadora para que no se fueran a aplastar. Siguen verdes: habrá que comerlos mañana. Pero hay uno o dos que se han adelantado: mangos que comemos parados junto a la tarja de la cocina. Es lo que ella hubiera hecho hoy para celebrar su cumpleaños, un eco de mangos que no son manila sino manililla.