Salman Rushdie, mi escritor favorito

Resulta inútil preguntarle a alguien por sus favoritos, sobre todo cuando una se dedica a eso. En vano le preguntamos a alguien que se dedica al cine cuál es su película favorita, porque esa persona ha visto tantas películas y de tantas maneras que nos daría una larga lista tan solo de las películas que tienen primeros planos magistrales. Un compositor encuentra méritos en cualquier tonada; o por lo menos eso creo yo, porque mientras más leo y más escribo más me emociono con cualquier frase ocurrente, cualquier metáfora bien armada, cualquier ritmo bien logrado.

Es inútil decir “Salman Rushdie es mi escritor favorito”, porque podría decir lo mismo de J. M. Coetzee, de Hilary Mantel, de Margaret Atwood, de Derek Walcott, de James Joyce, de Jane Austen, de Alexandre Dumas, de Charles Dickens, de E. E. Cummings, de P. G. Wodehouse, de Angela Carter, de Rudyard Kipling. La lista es inagotable: no se puede elegir. Es la deformación profesional de alguien que vive esclavizada a las palabras, a las historias, a los cuentos. La esclavitud de alguien que espera, algún día, volverse colega de alguno de esos hacedores de fantasmas.

Todos los escritores malos son iguales, pero los grandes escritores son geniales cada uno a su manera. ¿Qué tienen en común los escritores que amo? Hay una respuesta fácil: la relectura. Estoy rodeada de libros, y sé que me voy a morir sin haber leído todo lo que debería leer. Quizá nunca lea a Proust o a Dostoievski. Probablemente nunca lea David Foster Wallace o a Roberto Bolaño. Llevo cargando a cuestas La señora Dalloway, que llevo doce años diciendo que voy a leer. Y mientras tanto ahí está Orgullo y prejuicio, que he leído como seis veces. Ahí está el Ulises, cuyos fragmentos releo cada cierto tiempo. Están las novelas larguísimas de Hilary Mantel que he releído en menos de dos años. Están los poemas a los que vuelvo, una y otra vez. A Rushdie lo he releído.

 

Salman Rushdie, que llegó a mi vida con su novela El último suspiro del moro, que el maestro famoso por ser exigente de la prepa nos hizo leer en el último año. Se sentía como todo un rito de paso: ya no eran las lecturas para niños, ya no era lo que hoy llamaríamos “novelas para adultos jóvenes”. El último suspiro del moro era una novela de verdad, hecha y derecha, de adultos. Pocas veces he leído una novela tan difícil: a los 19 años, con el inglés como segunda lengua, el libro resultaba casi imposible. Quizá por eso la eligió aquel maestro, que, como el esclavo que durante un triunfo le recordaba al general romano que algún día habría de morir, este maestro nos quería recordar en nuestra petulancia adolescente que éramos más tontos de lo que creíamos. En esas épocas le daba clases de literatura a mis compañeros, y me sentí invencible cual general romano que ha arrasado a los galos cuando al rededor mío les explicaba a todos mis compañeros la novela: mi arco triunfal era haber desenmarañado la trama.

Porque Rushdie es difícil. Es más difícil cuando una tiene 19 años y tiene poca experiencia con esas técnicas narrativas, difícil cuando una no sabe qué esperar. Rushdie es, como las mariposas de García Márquez o las flores de Jean Rhys, exuberante: satura los sentidos con un mar de palabras que una no entiende ni terminará de entender hasta bien entrada la novela (quizá por eso no me gustan sus cuentos, porque por cortos no son tan intoxicantes). En Rushdie las palabras se pegan como arroz batido, las aglutina, hay que irse despacio para darles sentido. Y no ayuda que describe realidades que nos quedan tan lejanas y que ya habíamos tomado por exóticas. Rushdie llegó a mi vida como corona de laureles, como consagración: demostraba, de una vez por todas, que mi verdadera vocación era estudiar Letras Inglesas.

Leí en la prepa El último suspiro del moro, una novela cienañosdesoledadesca que cuenta la historia de una dinastía familiar que se enriquece y luego lo pierde todo. En algún momento resultan ser descendientes de Boabdil, el último gobernante islámico de Granada que huyó ante la reconquista de Isabel y Fernando. Recuerdo esa imagen inicial de una intoxicación con el olor a pimienta, y esos azulejos de la sinagoga de Kochi que el protagonista ve cobrar vida brevemente: cinco años después habría yo de mentir para poder entrar a esa misma sinagoga un viernes por la tarde, sólo para ver los azulejos prometidos.

 

Porque a Rushdie le debo mi amor por la India, que es un amor literario. Cuento (he contado y contaré, siempre) que me enamoré de la India cuando veía, una y otra vez, El libro de la selva en VHS. pero ese amor se esfumó, y no fue hasta que reencontré la India en su literatura que me volví a enamorar del país. Me obsesioné. Si no hubiera leído a Jhumpa Lahiri nunca hubiera estudiado Letras Inglesas, y si no hubiera encontrado a Rushdie no me habría ido a vivir a la India, no hubiera hecho mi tesis sobre Bollywood, no molería jengibre y cardamomo todas las mañanas para hacerme un té. No puedo describir mi amor por ese país, ese amor colmado de olores y sabores y recuerdos, ese amor que es muchas historias enredadas, ese amor que son todas las voces de los pasajeros de un vagón de tren de tercera clase al mismo tiempo: quizá mi amor por la India es un personaje más de Rushdie que sólo él puede describir.

Leí, en la clase de Literatura Postcolonial, la que consideran su magnum opus, Los hijos de la media noche. La novela, saturadora y mareadora y mágica, me marcó con escenas de unos geoides en medio de la bahía de Mumbai para frenar la erosión del mar (tengo ahí las fotos que les tomé a esas formas geométricas de cemento que están apiladas absolutamente mundanas, que me emocionaron tantísimo cuando las vi). Me marcó también con esa escena de los soldados que se pierden en la jungla—la misma selva de aquel VHS, con sus templos abandonados—a los que poco a poco devora el paisaje.

Tengo esa novela hermosa, Luka y el fuego de la vida, que compré recién había salido en una librería de Delhi y que fue uno de los libros que mandé por correo cuando volví de ese año en la India: un libro donde los dioses viejos han dejado de tener fuerza porque ya nadie cree en ellos. Cargo con todas esas imágenes, con todas esas maneras de ver el mundo.

Mi novela favorita de Rushdie, esa que he releído y que me persigue siempre, es La encantadora de Florencia: una novela que empieza en la corte del gran Emperador Akbar. En la novela, un europeo llega a la corte a hablar con el Emperador porque tiene una historia muy importante que contarle. Llega y el emperador está posado en un árbol: cuando en mi clase de arte islámico vimos la sala del trono de Akbar en Fatehpur Sikri, y vimos que le gustaba sentarse en el centro de una columna rojiza conectada a las paredes por unas vigas también de piedra, salté de la emoción: resulta que Rushdie no mentía.

 

Como con Hilary Matel, como con J. M. Coetezee, como con James Joyce, cuando leía ávidamente a Rushdie le quise copiar el estilo. Tengo enterrados cuentos escritos como él. He adoptado, espero, algunas de sus mañas. Más de una vez he querido hacer que mis personajes, como la famosa reina Jodha (consorte de Akbar), no sean más que fantasmas.

 

No sé qué más decirte de Rushdie, excepto que lo leas. Porque Rushdie es un gran escritor. Porque es difícil de describir, porque es uno de esos escritores que me han abierto el mundo. “¿Sabes lo que es un ópalo? ¿Lo que es una perla?” le pregunta Joyce en una carta a su amada esposa. Porque su vida antes de conocerla era una perla que cuando la conoció se volvió un ópalo multirreflejante: el mundo, después de Rushdie, es absolutamente mágico.