Nuestro gato entra al cielo

(Our Cat Enters Heaven, de Margaret Atwood)

Nuestro gato ascendió al cielo. Nunca le gustaron las alturas, así que intentó enterrarle las garras a la víbora invisible, mano gigante, o águila que lo estuviera haciendo elevarse de esta manera, pero no tuvo suerte.

Cuando llegó, el cielo era un gran campo. Había muchas cositas rosas dando vueltas que al principio pensó eran ratones. Luego vio a Dios sentado en un árbol.

Había ángeles revoloteando por aquí y por allá con sus alas blancas: hacían ruidos como de palomas. De vez en cuando Dios extendía su gran pata peluda para agarrar uno y aplastarlo. El suelo bajo el árbol estaba lleno de alas de ángeles arrancadas a mordidas.

Nuestro gato se acercó educadamente al árbol.

—Miau —dijo nuestro gato.

—Miau —dijo Dios. Sonó más bien como un rugido.

—Siempre creí que eras un gato —dijo nuestro gato—, pero no estaba seguro.

—En el cielo todo es revelado —dijo Dios—. Ésta es la forma en la que elegí aparecer ante ti.

—Me da gusto que no seas un perro —dijo nuestro gato—. ¿Crees que me puedan regresar mis testículos?

—Claro —dijo Dios—. Están detrás de ese arbusto.

Nuestro gato siempre supo que sus testículos debían estar en algún lado. Un día se despertó de un muy mal sueño y ya no estaban. Los buscó por todos lados –debajo del sillón, de las camas, en los armarios– ¡y mientras tanto habían estado aquí, en el cielo! Fue al arbusto y, en efecto, ahí estaban. Se le pegaron al cuerpo de inmediato.

Nuestro gato estaba muy complacido.

—Gracias —le dijo a Dios.

Dios se estaba relamiendo sus elegantes y largos bigotes.

—De rien —dijo Dios.

—¿Sería posible que te ayude a cazar algún ángel?

—Nunca te gustaron las alturas —dijo Dios estirándose en la rama, en el sol. Olvidé decir que había sol.

—Cierto. Nunca me gustaron —dijo nuestro gato. Había ciertos episodios desconcertantes que prefería olvidar—. ¿Entonces qué tal uno de esos ratones?

—No son ratones —dijo dios—, pero atrapa cuántos quieras. No los mates en seguida; hazlos sufrir.

—¿Quieres decir que juegue con ellos? —dijo nuestro gato— Me solían regañar si hacía eso.

—Es cuestión de semántica —dijo Dios—. Aquí nadie te regañará por eso.

Nuestro gato decidió ignorar el comentario, pues no supo qué quiere decir “semántica” y no quería quedar en ridículo.

—Si no son ratones, ¿qué son?

Ya había saltado sobre uno. Lo tenía bajo su pata. Estaba pataleando y soltando unos gemidos.

—Son las almas de los humanos que fueron malos en la Tierra —dijo Dios entrecerrando sus ojos verde amarillento.

—Ahora, si me disculpas, es hora de mi siesta.

—¿Entonces qué hacen en el cielo? —dijo nuestro gato.

—Nuestro cielo es su infierno —dijo Dios—; me gusta que el universo esté balanceado.